domingo

"POR AQUÍ PASÓ EL TAXIDERMISTA" Capítulo 1


La próxima novela de Rio Asta, que en breve será publicada. Adelantamos el primer capítulo:

"Por aquí pasó el taxidermista"

Capítulo1
Cuarteto de abogados


Ellos no le mataron, pero sintió como si lo hubieran hecho.
En aquella sala de juicios le habían extirpado el alma, consiguiendo taxidermizarle en vida. Pero eso resultaba insignificante comparado con lo que vendría después.
A partir de ese momento, sólo una cosa le obsesionaría: el deseo de venganza.

El profesor saltó de la cama con decisión. Aquél era un día importante.
Tenía cuarenta y cinco años, pero la vida le había abandonado. Su hálito se había ido extinguiendo y tenía el espíritu necrosado. Pertenecía al abundante grupo de los que no tienen nombre ni voz ni sombra y transitan por la vida sin expectativas.
Hasta esa misma mañana.
Eligió su mejor traje, gris neutro; sacó brillo a sus zapatos y se anudó la corbata para ponerse en camino. Había tomado una decisión. En su bolsillo reposaba un inesperado compañero de viaje, frío y pesado. Nadie lo sabía. Tampoco sospecharían de él.
A las diez en punto entró en el lujoso edificio donde había sido citado, atravesó el amplio hall y se dirigió al ascensor. Por el camino, le pareció percibir en el aire el inconfundible aroma de sus pesadillas, lo que le puso alerta y le obligó a avanzar más despacio: una mezcla de meloso líquido embalsamador unido a un tufillo a salitre.
“Por aquí ha pasado mi taxidermista”, se dijo.
Al instante, se sintió flaquear. Sobre todo cuando su sospecha se vio confirmada al llegar al ascensor. Allí estaba él, su depredador, ataviado como de costumbre: vestimenta sobria y zapatos de cocodrilo. Hasta entonces, el profesor sólo le había visto una vez, pero no necesitaba más. Cuando pulsó el botón de subida, distinguió rastros de escayola entre sus uñas y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. El otro, sin embargo, ni siquiera reparó en su presencia.
Cuando las puertas se abrieron en la quinta planta, el taxidermista salió decidido y desapareció ante la puerta del despacho número 13. Sólo entonces el profesor volvió a respirar, recuperando su prestancia. A continuación, se dispuso a seguirle. Su objetivo no podía esperar.
—¿Qué desea caballero? ¿Tiene cita con algún notario?
Ignoró a la recepcionista y continuó adelante. Cuando abrió la puerta que le interesaba, descubrió a cuatro personas en una espaciosa sala de reuniones: un magistrado, un procurador, un notario y él, su taxidermista. Cuatro pares de ojos se posaron sobre el profesor. Por una puerta lateral apareció una secretaria.
—Necesito su identificación y las fotocopias que le indicamos —le solicitó.
Entretanto, los letrados comenzaron a intercambiarse los documentos de la mesa sin prestarle mayor atención.
—Habrá traído los “cheques”, ¿verdad? —fue lo único que le dirigió el magistrado.
“Cheques”, ésa fue la señal. Al escuchar la palabra todo se precipitó. El profesor echó mano a la gabardina, sacó el arma del bolsillo y la dejó bruscamente sobre la mesa, haciendo que el acero golpeara la madera y el ruido atrapara sus miradas. Al instante se hizo el silencio y vio cómo el miedo se asomaba a sus rostros.
—¡Pero qué!... —comenzó uno de ellos.
Antes de que acabara su frase, había enroscado el silenciador, les apuntaba y sonreía satisfecho. En sus pupilas pudo adivinar parte del pánico y la incomprensión que le habían perseguido a él durante los últimos años. Conocía muy bien su sabor, como a bilis negra en el fondo del paladar; un regusto amargo que no desaparecía fácilmente.
—¡Al suelo! —ordenó con decisión sin alzar excesivamente la voz.
La secretaria dejó caer los papeles, incapaz de gritar. Fue la primera que se tendió. Cuando los demás advirtieron el odio de sus pupilas, también acataron sin rechistar. Pero por si les quedaban dudas, el profesor quitó el seguro al arma y volvió a encañonarles. Lo más importante era no darles tiempo a reaccionar.
—Tú: átales y ponles una mordaza —ordenó a la secretaria. Ella obedeció.
Cuando los hombres estuvieron inmovilizados, él mismo se encargó de atar a la mujer, a la que dejó a unos metros de distancia. La cosa no iba con ella, no estaba incluida en el lote. Pero ese día le había tocado estar allí, mala suerte.
Se dirigió hacia la mesa, revolvió entre los impresos y dio con el documento que debían firmar. Era una sentencia por la que le obligaban a ceder todas sus propiedades al taxidermista. Para su sorpresa, las rubricas de todos los letrados estaban ya estampadas y sólo restaba por consignar la suya, lo que hizo crecer la furia dentro de sí. Sintiéndose llevar por la rabia, blandió la pistola, tomó aire y los contempló un momento. Vistos desde lo alto, parecían piezas de caza esperando a ser cargadas en el remolque de un furtivo.
—¡Quietos! —pronunció al descubrir que alguno intentaba soltarse.
Le propinó un culatazo y lanzó una carcajada histriónica antes de dirigir la pistola a su entrecejo. Empezaría con el supuesto cazador de cocodrilos, decidió. Sería la mejor y más justa elección. Se planteaba cómo hacerlo cuando fuera estalló la tormenta. Tras el cristal brilló un violento relámpago, e instintivamente el profesor dirigió sus ojos al exterior. El cielo se había iluminado como si pretendiera advertirle con un latigazo de cólera; después, rugió con un trueno interminable y majestuoso idéntico al enojo que le hacían sentir aquel atajo de leguleyos. Por entre su ensordecedor bramido, accidentalmente una bala se escapó del arma. La garganta de aquel taxidermista ahogó un sordo lamento antes de perder el sentido. Luego, durante un intervalo infinito, reinó el más absoluto silencio. El mundo había dejado de girar, y una voluntad más allá de sus deseos había decidido por el profesor. La venganza había dado comienzo.
Tras la sorpresa inicial contempló el arma, dotada ahora de vida propia. Era una señal del destino; el mundo quería verse libre de semejantes rufianes, y el mismo cielo intervenía para lograrlo. A fin de cuentas, no era sólo su caso y su desgracia, sino el infortunio de muchos semejantes lo que en ese momento se castigaba. El grupo que tenía frente a sí había destrozado la vida, las ilusiones y esperanzas de muchos inocentes. Eran una cuadrilla de desalmados cuyo único fin era procurarse el beneficio propio, utilizando como moneda de cambio la desgracia de otros. Pero eso se había terminado. El profesor era sólo una víctima más, pero la vida se había encargado de convertirle en la mano que ejecutaría la sentencia que anidaba en el corazón de los damnificados. Había que frenar sus desmanes. Tenían que desaparecer.
—¿Por qué quiere asesinarnos? —escuchó entonces a su espalda. A pesar de la mordaza, el magistrado consiguió hacerse oír.
El profesor se giró. Lo que quería era impartir justicia, e iba a empezar por sus fortunas. Aunque no perdería el tiempo explicándoselo. De un rápido vistazo pasó revista a los presentes antes de decidir su próximo movimiento. ¿Cuál de ellos ganaba más dinero?, se preguntó. Para comprobarlo, les puso a prueba: revisó los bolsillos del notario en busca de su chequera; pero no la llevaba encima, y eso le irritó.
—No les conviene ponerme las cosas difíciles —aseguró con indignación.
Asustada por sus amenazas, la secretaria le señaló el escritorio con una intensa mirada. Al parecer, era la única que había comprendido que no se trataba de una broma, que las cosas iban en serio y que tenían mucho que perder. Efectivamente, en uno de sus cajones halló lo que andaba buscando.
A continuación, se la tendió al notario.
—¡Ponga precio a su vida! —le apremió colocando el silenciador en su sien. Tras lo ocurrido con el relámpago, seguro que obedecía en el acto.
Lo hizo. Pequeñas gotas de sudor poblaron su despejada frente de forma instantánea. Una vez que estampó su firma, el profesor le arrebató la chequera y se demoró un buen rato comprobando la cifra, hasta que la escasez de ceros le produjo un ataque de risa.
—Si insisten en no dejarme satisfecho, tal vez deba ejecutar a alguien —mencionó sin dejar de reír.
Su respuesta no se hizo esperar, y el magistrado, tras dirigir una reprobadora mirada al notario, le indicó con un gesto el portafolios junto a su silla. De repente se había despertado su afán colaborador. El profesor repitió el procedimiento: sacó uno de sus cheques, le tendió la pluma y dejó que garabateara su oferta. Mientras lo hacía, volvió a reposar el cañón sobre la cabeza del notario.
—Seguro que ahora desea sinceramente que la cifra de su compañero sea más alta que la que se ha dignado en ofrecer usted, ¿verdad? —adivinó ante sus desorbitados ojos. El notario, simplemente, asintió.
Entretanto, la secretaria no pudo resistir más y se echó a llorar. El profesor trató de ignorarla: su gemido le helaba el corazón, pero eso le hacía débil y en aquel momento no podía permitírselo. Para expulsarla de sus pensamientos, apremió al juez y le arrancó de las manos el cheque.
—¡Cien mil euros! Son ustedes unos miserables —dictaminó con disgusto, mirándoles consecutivamente.
Pero nunca llegarían a entender por qué eran tan ruines. Todos ellos merecían morir allí y en ese mismo instante y que su doble vara de medir se convirtiese en la balanza de su mezquina justicia. Semejante oferta por lo que para él habían sido años de sufrimiento, por arrancarle la vida entera y convertirle en un ser sin alma… Aquello no sólo era un insulto directo a su persona, sino a todos los perjudicados por los cientos de magistrados prevaricadores, los miles de abogados corruptos, los cientos de notarios condescendientes con la estafa y los innumerables taxidermistas que les avalaban desde las sombras, ayudándoles en su trabajo, e incluso dirigiéndolo en ocasiones.
Más de cien mil costaba cualquiera de sus coches; cien mil era lo que se gastaban en cirugía estética para ellos, sus esposas o amantes; cien mil eran unas vacaciones en sus hoteles de lujo. Es decir: basura.
Al mirarles el profesor atisbó en ellos ese brillo de indecencia pese a verse acorralados. Jamás comprenderían por qué hacía aquello. Estaban acostumbrados a desollar a sus víctimas sin que los cortes se notasen, sin que llegaran a percatarse de lo que hacían. Uno blandía el bisturí, otro extraía la piel, un tercero revestía de escayola el armazón de la postura con que serían moldeados. Otro más llegaría a continuación para colocar sobre el bastidor esa piel piquelada y curtida, de certeras costuras. Una vez hecho lo cual, sólo quedaría añadir unos ojos de cristal y unas fauces sintéticas para rematar el conjunto. Los taxidermistas sociales suelen trabajar en equipo. Y el equipo que había disecado al profesor era aquél.
—¿Quiere decir que si le meto una bala en la sesera sólo tendré que pagar una multa de cien mil para quedar libre? ¿Es eso lo que quiere decir? —desafió al juez.
Sólo entonces el magistrado pareció comprenderlo: se había vendido muy barato.
—Vayan rezando lo que sepan —ordenó entonces.
El profesor dudó que lo hicieran. Posiblemente, en sus vidas jamás habrían tenido motivo para implorar. Tal vez por eso se les heló la sangre al adivinar su decisión. Le vieron levantar el brazo y apuntar sin vacilar. Incomprensiblemente se demoró en aquella actitud durante un instante tan largo que resultó cruel.
—¿A qué espera? —increpó el procurador—. ¡Liquide al hijo de puta del juez! Él es el culpable.
El profesor sonrió ante su vileza, aunque tuvo que agradecerle que le ayudara a decidir por quién empezar. Con gesto imperturbable, volvió hacia él la mirada, y a continuación, el arma. El procurador se quedó lívido en cuanto descubrió lo que pretendía hacer. Entonces sonó el disparo.
Los demás no corrieron mejor suerte. Tampoco la merecían.
A fin de cuentas, eran tan sólo un cuarteto de abogados.

3 comentarios:

  1. Empieza bien, querido amigo.
    Ya leeré el resto.
    Un abrazo.

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  2. Gracias Manuel, en cuanto haya más, te lo haré saber.
    Un saludo

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  3. Arranca con demasiada agresividad. Los profesionales de la justicia no somos como se cataloga en este texto. Puede ser una narración de alguien alterado emocionalmente. Tal vez perdió algún juicio y está trastornado por eso.

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