La próxima novela de Río Asta, que en breve será publicada. Adelantamos el segundo capítulo:
"Por aquí pasó el taxidermista"
Capítulo 2
Tres tipos de personas
“Y tras la ruina, qué”.
Ése era el tema de la semana propuesto en mi blog periodístico: Debajo de la alfombra. El periodista era yo, Andrea Berlián. Y mi objetivo, poner el punto de mira en la gente corriente y sus historias silenciadas para dotarlas de protagonismo social; conocer las causas de cada tragedia anónima que mis lectores me remitieran, y más concretamente, a los responsables directos de ellas. Aunque debía reconocer que no esperaba un testimonio tan impactante como el que tenía ante mí: un cuarteto de abogados ajusticiados a sangre fría por uno de sus clientes. Los motivos no llegaban a quedar claros, y la confesión del ejecutor despertaba más interrogantes que respuestas. Aunque era lógico: me lo había remitido Adela, una enfermera asidua al blog, y pertenecía a uno de los pacientes ingresados en su centro. Por un momento, y por mucho que ella afirmase lo contrario, consideré que un texto así sólo podía pertenecer a un perturbado. Como reportero, me invitaba a analizar el trasfondo y el motivo por el que una persona aparentemente normal se convierte en un asesino. Pero lo que verdaderamente me golpeaba era la idea de que alguien pudiera sentirse taxidermizado como un animal de caza. Y más aún: taxidermizado en vida.
La impresión era doble debida a mi afición a las aves. Aunque nunca había considerado a los taxidermistas como mis enemigos directos, su trabajo me producía repelús: se encargaban de naturalizar la muerte, revestirla con ojos de vidrio, posturas artificiosas y miradas perdidas. Afortunadamente, eso era todo. Ni siquiera perseguían la presa o disparaban el arma. Eran sólo el último eslabón de la cadena y se limitaban a ganarse la vida.
Sin embargo, si todo ello se aplicaba a un ser humano… Imprimí la entrada de Adela y releí aquella carta sabiendo que mi vena de reportero se había topado con algo novedoso e inquietante: el detonante para un nuevo proyecto periodístico. Y mi primer entrevistado iba a ser aquel tipo extraño que empuñaba el arma, con el que pronto descubriría que me unía una peculiar filosofía de la vida. A saber:
Según un esclarecedor dicho hindú, a lo largo de tu vida te topas con tres clases de personas: las que te ayudan, las que te dejan solo y las que te lastiman. Las primeras tienen la conciencia y la fuerza suficientes como para aliviar tu sufrimiento mejor de lo que puedas hacerlo tú. Para las segundas, tus problemas son una molestia y prefieren mantenerse a distancia. Las terceras quieren que tu situación siga igual porque no les interesa tu bienestar (y vamos a dejar los motivos aparte).
—Venga, que llegamos tarde —me apremió Simón mirando el reloj—. ¿Ya sabes cómo llegar a tu cita con…?
Esperó que yo terminara la frase, pero me había olvidado del nombre.
—Pues vaya periodista estás hecho —bromeó al darse cuenta—. Como es el primero, lo llamaremos Entrevistado Uno, EU para los amigos.
—Me encanta tu cerebro informatizado —acepté dándole un toquecito en su privilegiada cabeza—. De acuerdo, lo llamaremos así.
Entrevistado Uno iba a resultar un buen nombre para él. Inauguraría una nueva fase en mi hacer periodístico, y sobre todo, me demostraría que las personas del primer tipo, las que te ayudan, suelen brillar por su ausencia en cuanto arrecia el temporal, mientras que las últimas abundan como las ratas de alcantarilla.
Sebastián Torllanox, que era su verdadero nombre, nos esperaba en el Centro Multifuncional de Seguridad donde se encontraba recluido, un lugar en las afueras de reciente inauguración. Íbamos con el tiempo justo, así que cogí mi chaqueta y la BlackBerry y nos pusimos en camino. Simón había aparcado cerca el Subaru Impreza de su hermano, un coupé negro del 2009 impoluto por fuera y por dentro al que cuidaba mejor que a una novia. Todavía desprendía ese característico olor a nuevo de los coches recién salidos de fábrica. Metió el contacto, conectó el iPod al mini-pin de la consola y antes de arrancar se caló la visera que siempre cubría su pelo casi rapado. Tal y como nos informó el sistema de navegación, el tiempo de llegada se estimaba en veinte minutos.
—Por cierto —le insinué al cabo de un rato—, el blog está siendo un rotundo fracaso. Las visitas que estamos registrando son de risa, y apenas hay páginas que incluyan nuestro enlace. Así no vamos a ninguna parte.
Como siempre, Simón era el desdén personificado a la hora de escuchar. Pero el informático era él, así que debía saber cómo se diseña una página para que tenga éxito y atraiga a los usuarios. Yo ya tenía bastante con sacar a la luz testimonios interesantes de la gente corriente que nunca tendrá sus cinco minutos de gloria frente a las cámaras. Pero al parecer no bastaba con incluir historias buenas o noticias sorprendentes para dar con la clave del público.
—¿Es que ahora persigues las pelas? —aceleró en un semáforo en ámbar.
Sonaba a reproche, pero yo no era el típico bloggero que sólo busca alojar publicidad para ganar más pasta. Mi sueño era el periodismo libre, y no verme obligado a trabajar para otros.
—Nadie te conoce, y eso cuenta —continuó él implacable.
—Llevo en esto muchos años, y te recuerdo que tuve cierto éxito con mi columna del 20 Minutos —tomó la palabra mi vanidad.
—¡Va, va! Los periódicos gratuitos no cuentan en la estadística: mucha gente los coge y luego no los lee.
—Te equivocas. Por aquel entonces recibía docenas de correos todos los días.
—¡Claro! Eras un líder de masas —ese día tenía floja la vena sarcástica.
—¡No te pases!
Quince minutos más tarde nos encontrábamos ante las instalaciones del CMS, un complejo de lo más vanguardista que amalgamaba hormigón, metales y vidrio. En realidad, resultaba una extravagante emulación a lo Frank Ghery que jugaba con las composiciones cromáticas para eclipsar la astronómica suma a que ascendía su construcción. Tan moderno resultó, que al entrar nos dieron un tríptico explicativo y un plano para no perdernos, como si se tratase de un museo. Luego pasamos por un exhaustivo control de identificación y cacheo, nos colocaron una pulsera electrónica imposible de manipular y comenzamos a recorrer pasillos. Simón me dirigió una mirada de soslayo lo suficientemente explícita. Yo también empezaba a dudar si se trataba de una cárcel, una clínica, un centro de reeducación o todo a la vez. Al traspasar el acceso “Visitas profesionales”, un fornido funcionario repitió el proceso de control y nos hizo firmar en un registro digital. Sólo entonces se abrió una segunda puerta y nos indicó que pasáramos. Con un poco de suerte, se había acabado la burocracia.
Al llegar al tercer piso, nos acomodamos en un banco corrido destinado a los visitantes, y esperamos que Adela viniera a buscarnos. A pocos metros, un abogado, maletín en mano, murmuraba tretas para sacar a su cliente de allí en una interminable conversación telefónica. Al cabo de un rato, Simón consultó la hora y gruñó por lo bajo: eran más de las diez de la mañana y no había ni rastro de Adela; ninguno la conocía en persona, y él tenía decenas de teorías sobre la relación existente entre el tiempo que te hace esperar alguien y su carácter. Yo opté por revisar la información sobre EU para emplear el tiempo en algo.
—¿Es ésa la carta? —preguntó Simón arrebatándomela.
Le dejé hacer: si tenía algo entre manos, el tiempo pasaría más rápido.
—Tío, esto yo lo he visto en alguna parte —me sorprendió señalando el papel.
—Claro, en mi casa antes.
—No, digo la escena que cuenta. Es de una peli, seguro, y yo la he visto.
Si me hubiera dicho un libro, lo hubiera dudado.
—Anda, trae acá —le quité el papel, descubriendo la mirada aviesa del abogado.
Según Adela, EU sufría fantasías de venganza en las que se tomaba la justicia por su mano y hacía pagar con sangre a los que supuestamente le habían arruinado. A fin de cuentas, no tenía nada que perder, lo que por otro lado suponía el aspecto que más me interesaba de su caso: la ruina vital y anímica en que se encontraba su vida. Y concretamente, lo que le había llevado hasta ella.
Simón cronometró otros cinco minutos hasta que apareció una enfermera.
—Soy Adela —se presentó, levantando la vista hacia las cámaras de seguridad.
Tomó asiento a nuestro lado, y en unos segundos esbozó la situación que ya se perfilaba en la carta, distinguiendo entre lo real y lo ficticio del relato.
—Él insiste en la traición de su abogado. Pero además cree que la sentencia estaba amañada. De ahí las ansias de venganza que muestra sobre el papel.
—¿Es peligroso? —preguntó Simón. Adela negó con un gesto.
—Esa personalidad vengadora no es más que la fantasía con que enmascara su verdadero carácter, el de un derrotado.
Tras un par de apuntes más, Simón volvió a mirar el reloj. Habíamos quedado en que él se quedaría allí fuera esperando. Por mi parte, consideré llegado el momento de empezar.
—¿Puedo verle ya?
Adela vaciló ante mi petición, pero se puso en camino. La seguí hasta un corredor jalonado de puertas con un ventanuco a la altura de la cabeza. Nos detuvimos frente a la F-34-55. A través del cristal sólo se distinguía penumbra.
—Le están medicando —me advirtió—. Ahora presenta un cuadro maniaco depresivo con graves alteraciones del biorritmo del sueño. Tal vez hoy no sea un buen día para la entrevista. No creo que quiera hablar contigo.
Pero antes de que acabara de decirlo, una voz vino en mi auxilio.
—¡Claro que quiero hablar con él! —Sonó al otro lado del tabique.
Aquellas paredes de papel filtraban incluso su tono predispuesto. Pero aun así, ella insistió, mirándome intensamente.
—No es un buen día —objetó—. La terapia…
—¡Quiero hablar con él! —se oyó de nuevo la voz, ahora más enérgica.
Esta vez, Adela se tragó sus palabras, y con un gestó contrariado aceptó.
—De acuerdo. Pero si advierto cualquier anomalía, te pediré que te vayas. Sólo hace diez minutos que terminó su sesión de terapia —pronunció circunspecta.
—¿Por eso hemos tenido que esperar tanto?
—No, pero no es el mejor momento para charlas —me rectificó.
Agradecí el comentario y entramos. Si EU quería hablar, no iba a desaprovecharlo.
El interior del cuarto no resultaba tan lóbrego. Unas pantallas de color tamizaban la luz del exterior. Al parecer, el tratamiento alteraba sus sentidos, provocándole fotofobia y sensibilidad auditiva extrema. En cuanto me acostumbré a la iluminación, escruté su rostro impenetrable como si emergiera de una nube gris, descubriendo a un hombre menguado que no se correspondía con la voz anterior. Un breve saludo, una acogida amistosa, y en décimas de segundo el brillo de sus ojos se empañó convirtiéndole en la personalización de la desdicha. Guardé silencio siguiendo mi máxima: esperar siempre la invitación al diálogo o ser testigo de un mero y reconfortante desahogo; después ya vendrían las preguntas.
—¿Cómo te encuentras? —Me sorprendió él con sincero interés.
—Bien —respondí extrañado.
—¿Has estado alguna vez en un sitio como éste?
—Claro —solté sin dudarlo.
—Pero siempre de visita, ¿no?
Ahí me pilló. No sé qué tenía su tono, pero me hizo sentir culpable.
—Sí, solo de visita.
—Entonces no has estado, has pasado —puntualizó sin acritud. Luego me indicó la única silla de la estancia—. Toma asiento, por favor.
EU se acomodó en el borde de la cama y durante unos minutos permanecimos callados, examinándonos mutuamente.
—Pensarás que soy un asesino —rompió el silencio.
—No estoy aquí para juzgarle —me zafé—. Me interesan más las razones que le hacen desear serlo. Y las de sus enemigos.
Él cabeceó con reticencia.
—¿Conoce el sufrimiento? —me tanteó.
Lo medité un momento, luego opté por la sinceridad.
—Creo que no.
—Entonces le será muy difícil entender lo que siento y lo que me ha sucedido.
No sé si eso nos separaba irremediablemente. En ese momento deseé ser fotógrafo. Un simple clic de mi cámara y asunto zanjado: una imagen con toda la fuerza de su desamparado rostro. Porque la situación me hacía sentir como si hubiese llegado al escenario de un bombardeo: qué les vas a preguntar a los que encuentras malheridos a tu paso. Es mejor dejarlo para otro momento, regresar un mes después, interesarte por cómo han rehecho sus vidas… A veces las preguntas sobran, porque no pueden atrapar la magnitud de la desgracia, sólo incomodar.
El busca de Adela vibró entonces y ella me miró interrogante sin decidirse a salir. Yo asentí levemente. EU estaba tranquilo y no me incomodaba que Adela, en lugar de acompañarnos, se encontrase al otro lado de la puerta. Aunque, por si acaso, la dejó entreabierta y llamó al guardia.
—¿Desde cuándo le interesa a la prensa este tipo de historias? Creía que tipos como yo sólo les servíamos para rellenar espacios de curiosidades.
—Espero que mi trabajo le dé a su historia otro enfoque.
—Yo no tengo ganas de protagonismo, no soy de ésos que airean sus trapos sucios en la tele.
Le creí. Él sólo quería dejar de sufrir, pero el sufrimiento se había instalado, no ya en su vida, sino en su mente, lo que hacía el proceso mucho más complicado e interminable.
—Precisamente, ahí radica lo del enfoque. Los protagonistas serán aquellos que propiciaron que usted se encuentre en esta situación. Son ellos a quienes se pondrá en tela de juicio.
Parece que elegí bien las palabras, porque a su rostro afloró un atisbo de satisfacción. Se incorporó y comenzó a deambular lentamente por el cuarto.
—La intención de mi crónica es resaltar la otra cara de la realidad. Desenmascarar a los que usted llama sus “taxidermistas” —mis palabras captaron su atención y me clavó las pupilas con un brillo ansioso—. Pero antes necesitaría que me aclarase el concepto. ¿Qué es un taxidermista, exactamente?
Vi que se revolvía por dentro antes de contestar algo que yo tardaría tiempo en asimilar y comprender, pero que a partir de entonces tendría presente.
—En realidad, el noventa y nueve por ciento de la gente con la que te topas acabará abandonándote o arruinándote la vida —se hizo eco del dicho hindú—. La diferencia es que los taxidermistas convierten esa premisa en su máxima vital.
Aguardé atentamente a que concluyera su particular visión del concepto.
—Taxidermista es alguien que, sin matarte, te quita la vida. Te roba tus ilusiones, tus esperanzas y tus deseos, vaciándote por dentro sin compasión ni remordimiento. Te deja vencido, sin energía para seguir existiendo. Y mientras, él se alimenta de todo lo que te ha podido extirpar.
La voz se le fue apagando. Luego contempló el cristal antes de proseguir.
—Además lo hace con superioridad, mostrando su poder e inteligencia, con altanería. Y no olvidemos que siempre disfruta disecando a la víctima y recreándole una nueva vida al naturalizarla. Aunque se trata siempre de una vida inanimada.
—¿Y podría saber quién le hizo eso a usted, con nombre y apellidos?
Mi pregunta obró el efecto de una sacudida. Inesperadamente, EU comenzó a respirar de forma pesada y sus manos se crisparon sobre la pared, como si quisiera arañarla. Luego se giró hacia mí, farfullando algo parecido a un estertor, porque su mandíbula tensa no dejaba salir las palabras. Avanzó dos pasos y alargó un brazo con rigidez. Antes de que llegara a tocarme, cayó desplomado al suelo, llevándose por delante la mesilla auxiliar, la lámpara de lectura y un vaso de agua. El estruendo resultó espantoso. Si desde el pasillo su voz había resultado completamente nítida, allí dentro cualquier sonido se amplificaba como una explosión.
Alarmado, me lancé sobre él intentando ayudar, aunque sin saber cómo hacerlo.
—¡Adela! —grité nervioso desde el suelo—. ¡Adela, por favor!
En ese momento alguien me agarró del brazo y tiró de mí. Luego, sentí un fuerte golpe en la cabeza y caí abatido como un fardo.
A ver cuando sale la novela. Solo hago que soñar con abogados y jueces. ¿Estaremos todos viviendo en un lugar como en el que está el tipo ese de la novela?
ResponderEliminarMe da yuyu
Es un principio aceptable de novela, si te gusta la narrativa americana y sobre todo los escritores de best sellers. Es novedoso para el panorama editorial español. Espero que algún día se publique.
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